miércoles, 9 de marzo de 2016

En el umbral del Nuevo Mundo”






















Los primeros asentamientos españoles en el continente americano de fines del siglo
XV y comienzos del XVI se establecieron en zonas tropicales del mar Caribe, desde las
Antillas hasta las costas del continente suramericano y Panamá. El espacio caribe, región
geohistórica con rasgos bien definidos desde antes de la invasión europea, se articula
en torno a un mar interior —el Mediterráneo americano— que baña unas tierras de límite
imprecisos, de una geografía de la que por aquel entonces se sabía muy poco. Allí los
españoles persiguieron con denuedo viejos mitos y fantasías medievales, como la isla de
la Antilia o de las Siete Ciudades, o la Fuente de la Eterna Juventud. 


Esta fue la puerta entrada por la que Occidente ingresó en América, un espacio vertebrador de hombres y proyectos y más tarde pieza clave en la geopolítica de los imperios atlánticos.


En este amplio marco geográfico, que comienza a ser explorado en 1492 por Cristóbal
Colón y sometido en expediciones sucesivas, las islas de las Antillas, situadas en el extremo
del corredor de los vientos alisios y de las corrientes marinas, se benefician de su privilegiada
posición geográfica y de su temprana anexión. En especial Santo Domingo, bautizada con
orgullo como La Española, que debe ser considerada sin ninguna duda como “el umbral del
Nuevo Mundo”, tal fue el destacado papel que le correspondió desempeñar. Durante los
primeros años de la presencia española en América, la isla de Santo Domingo, en donde
los Reyes Católicos instalaron el centro civil y religioso de la administración colonial, fue un
laboratorio experimental de hombres e instituciones, una especie de microcosmos de la
historia americana en donde se anticipan y acentúan muchos de los procesos que más tarde
se observan en otros espacios y recorridos históricos de las Indias. Puerto de descarga de
pasajeros y mercancías y cita obligada de cuantos acuden a las Indias, La Española acoge a
navegantes, funcionarios, religiosos y aventureros, todos ellos movidos por sueños de riqueza,
gloria y fama o por afanes misioneros sembrados de utopías evangélicas. Como un curioso
capricho del destino, por algún tiempo conviven en un mismo escenario y época histórica
los protagonistas más famosos de esta gran aventura, personajes únicos e irrepetibles como
Cristóbal Colón, descubridor del Nuevo Mundo, Bartolomé de las Casas, el incansable defensor
de los indios, Alonso de Ojeda, explorador malhadado y frustrado gobernador, Hernán
Cortés, conquistador de México, Francisco Pizarro, conquistador del Perú, Juan Ponce de
León, descubridor de la Florida y conquistador de Puerto Rico y también, claro está, Vasco
Núñez de Balboa. En estos momentos, cuando comienza la cuenta atrás del nuevo siglo,
todos ellos son personajes anónimos que comparten proyectos de gloria y riquezas y luchan
con entusiasmo por hacerse un lugar en la historia. Muchos proceden de las tierras fronterizas
de Extremadura, guerrera y laboriosa cuna de hombres valientes, patria chica de tantos
conquistadores, como Hernán Cortés y su primo Francisco Pizarro, como Vasco Núñez de
Balboa y tantos otros que engrosan una lista tan larga como famosa.
En todo este proceso participó durante algunos años Vasco Núñez de Balboa y lo hizo
con escaso éxito a juzgar por los breves apuntes que de él se han conservado. Como
encomendero y regidor en la pequeña villa de Salvatierra de la Sabana, no es difícil
imaginarlo,como al resto de los vecinos, beneficiándose de las rentas que les proporcionaban
algunos conucos de yuca y de las piaras de cerdos que engordaban, según
Gonzalo Fernández de Oviedo, con sorprendente rapidez en aquellas latitudes. O tal
vez, como sugiere K. Romoli, se contagiase de la “fiebre del oro” que llevó a algunos
hombres a enriquecerse y a otros a la más profunda ruina.

Por cualquiera de las vías señaladas, en muy pocos años el extremeño acumuló numerosas
deudas. Estaba arruinado y sufría la presión de sus acreedores que lo conminaban
con impertinentes requerimientos a abonar las cantidades pendientes. Un buen día
llegó a sus oídos una esperanzadora noticia: Alonso de Ojeda y Diego de Nicuesa, dos
hidalgos avecindados en La Española —flamantes titulares de dos nuevas gobernaciones
de límites imprecisos—, andaban reclutando hombres para una nueva expedición que
exploraría las costas de Urabá y Veragua, precisamente las tierras que él había visitado
años atrás en compañía de Rodrigo de Bastidas. Era la ocasión que estaba aguardando
para abandonar aquella especie de ratonera, gobernada ahora por el virrey Diego Colón,
el hijo del Almirante.

En noviembre de 1509 parten de Santo Domingo Alonso de Ojeda y Diego de Nicuesa
camino de sus respectivas gobernaciones. Un año antes, 1508, firmaron unas capitulaciones
por las que se comprometían, como ya se ha dicho, a explorar y fundar en las
tierras de Urabá y Veragua. El rey Fernando se ofrecía a pagar el pasaje y alimentos por
cuarenta días a 200 hombres reclutados en España y lo mismo, pero sólo por quince
días, a 600 vecinos de La Española, proporcionándoles a cada uno armas y municiones.
En la hueste de Ojeda va un soldado desconocido hasta ahora: Francisco Pizarro. Como
lugarteniente lleva a Martín Fernández de Enciso con quien va otro joven y ambicioso
aventurero: Vasco Núñez de Balboa. Después de una amarga experiencia conjunta en
Cartagena, ambas expediciones se dividieron, cada una en busca del territorio asignado.

Nicuesa tardó nada menos que tres meses en recorrer setenta leguas, justo hasta llegar
a Careta, el cacicazgo indio vecino de los del Darién, seguramente porque, como anota
Pedro Mártir, navegó siempre sin perder de vista la costa. Nicuesa fracasó en su intento
de explorar la costa de Veragua, visitada por Colón, y acabó completamente despistado
y errático en la costa de los Mosquitos (Nicaragua) en donde perdió su carabela y
alrededor de sesenta hombres. Unos murieron de fiebres o de necesidad, otros a consecuencia
de los ataques de la indiada y el resto sobrevivió a duras penas deambulando
como fantasmas en busca de alimentos.

La llegada de Balboa al golfo de Urabá no tuvo nada de espectacular. Ya en plena
madurez estaba arruinado y antes de ingresar en prisión por las deudas contraídas decidió
escapar de la isla a bordo de un barco, como un vulgar polizón, escondido entre
los pliegues de una lona o en un tonel de harina, pues las versiones difieren. Lo ayudó
su fiel amigo Bartolomé Hurtado, quien portaba el tesoro más preciado de Balboa: su
perro Leoncico. Afirma Bartolomé de las Casas que cuando Balboa zarpó a la Tierra
Firme era mancebo de hasta treinta y cinco o pocos más años, bien alto y dispuesto de
cuerpo, y buenos miembros y fuerzas, y gentil gesto de hombre, muy entendido y para
sufrir mucho trabajo. El futuro descubridor iniciaba ahora un viaje sin retorno.
Las naves del bachiller Martín Fernández de Enciso, el lugarteniente de Ojeda, que
habían quedado rezagadas de la flota, haciendo provisiones de hombres y víveres, zarparon
de Santo Domingo, probablemente a mediados de 1510. Una vez en alta mar,

Balboa salió de su escondite con gran asombro de la tripulación, desatando de inmediato
la ira del bachiller Enciso. Éste juró que lo echaría en una isla despoblada, pues
merecía muerte por las leyes. Apaciguado los ánimos, los barcos continuaron su singladura
hasta llegar a las costas de Cartagena. A la altura de isla Fuerte,contemplaron a
babor la llegada de un misterioso bergantín repleto de hombres harapientos. Los dirigía
un tal Francisco Pizarro. Eran los supervivientes de San Sebastián, un precario establecimiento
que Alonso de Ojeda había intentado fundar en el golfo de Urabá sin ninguna
fortuna. Regresaban a Santo Domingo porque el gobernador Ojeda, después de ser
herido por las flechas envenenadas de los indios, los había abandonado a su suerte. El
bachiller Enciso, quien como ya dijimos fungía como lugarteniente del gobernador de
Urabá, les impidió que cumplieran sus propósitos y asumiendo la jefatura dio orden a
todos ellos de regresar al fortín de San Sebastián.Expediciones y conquistas en Tierra Firme.Fundaci ón de la primera ciudad espa ñola en tierrascontinentales : Santa María de la Antigua del Darién
La llegada de los españoles al golfo de Urabá pone en marcha un nuevo proceso de
dominio: la conquista de Tierra Firme. En el territorio selvático del Darién, que comparten
actualmente Colombia y Panamá, se abre una nueva frontera, la primera de toda la
América continental en donde, como veremos, se repite la desoladora situación vivida
años atrás en Santo Domingo. Los españoles —unos ciento ochenta hombres—, liderados
ahora por Enciso, regresaron a las tierras de los feroces urabaes y encontraron que el
poblado de San Sebastián había sido destruido por los indios. Sin alimentos, enfermos y
desesperados buscaron el modo de escapar de aquel infierno. En estos críticos momentos
surge una propuesta esperanzadora: Yo me acuerdo,dijo el polizón Balboa, que los
años pasados, viniendo por esta costa con Rodrigo de Bastidas a descubrir, entramos en
este golfo y a la parte de occidente, a la mano derecha, según me parece, salimos en
tierra y vimos un pueblo de la otra banda de un gran río y muy fresca y abundante tierra
de comida y la gente de ella no ponía hierba en sus flechas. Así lo refiere Bartolomé
de las Casas, quien atribuye a Balboa la propuesta de trasladarse a la costa occidental
del golfo, convirtiéndose con este gesto en el salvador de un grupo de desesperados e
iniciando con ello su liderazgo. Era precisamente en este punto donde comenzaba la
gobernación de Veragua confiada a Diego de Nicuesa.









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