martes, 5 de agosto de 2025

Entre Acla y León


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Acla, el día que mataron a Balboa
Crónica de un testigo anónimo, 1519

La mañana amaneció gris, y los ruidos de loros ,monos aulladores,tucanes y tambores de la selva callaron como si presintieran la tragedia. La humedad se pegaba a la piel como luto. En la plaza de Acla, cinco hombres fueron sacados de la prisión, encadenados, sus rostros sombríos. Entre ellos, uno destacaba: Vasco Núñez de Balboa, el hombre que había visto con sus propios ojos aquel mar inmenso, el que los indígenas llamaban “Mar del Sur”.

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Iba derecho, erguido, aunque sus piernas estuviesen pesadas por las cadenas y su corazón traicionado por el mismo hombre que juró ser su suegro: Pedrarias Dávila, que desde la Casa de Gobernación, entre las sombras de la ventana, observaba todo sin pestañear.
Balboa habló con voz firme, sin temblor:
“No he sido traidor, ni contra el Rey ni contra el honor.”
Lo oímos todos. Nadie se atrevió a responder.
Entonces ocurrió algo inesperado: desde entre la multitud apareció Anayansi, la joven hija del cacique Careta, su aliada, su amiga, quizás su amor. Rompió el cordón de soldados y corrió hacia él, gritando palabras en español y en lengua ancestral. Suplicaba. Lloraba. Se interpuso entre Balboa y la espada.
Un soldado la empujó. Ella cayó al barro, cubierta de vergüenza ajena. Nadie la escuchó. Pedrarias no parpadeó.
Todo fué de prisa sin pompa y lleno de la verguenza de los que les conocieron y no hicieron nada por impedir esas muertes sin propósito de bien. Cuando cayó la cabeza de Balboa, se oyó un murmullo de espanto. Un silencio tan denso como la muerte se apoderó del aire. Su caballo blanco, atado junto a los establos, comenzó a relinchar con furia. Dicen que al anochecer caminó solo por las calles de Acla, como si buscara a su amo, o como si lo velara.
Fue entonces que los hijos del cacique Careta salieron en su búsqueda. Lo encontraron cerca del lugar de la ejecución, husmeando la tierra. Lo calmaron, lo acariciaron, y con respeto, enterraron a Balboa en secreto, en el bosque que lo había visto partir hacia el Pacífico.
Junto a ese caballo blanco estaba Leoncico, el perro de guerra que siempre acompañaba a Balboa en sus expediciones. 
Conocido por su habilidad en las expediciones para

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distinguir entre indios mansos y bravos.Leoncico no se quedó con nadie tras la muerte de su amo. Se dice que Anayansi y su tribu cuidaron de Leoncico, protegiéndo y velando por él en los días oscuros que siguieron en el Istmo. Y a la Tribu Cueva...
Nadie volvió a mencionar el acto públicamente. Pero desde entonces, cada vez que llueve en Acla, los ancianos dicen que se oye el relincho de un caballo, y se ve una sombra blanca vagar entre los árboles.
Y que Anayansi, la que amó a un español como si fuera de su pueblo, no volvió a hablar con ningún hombre blanco.


León, Nicaragua – El eco de Acla

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Pasaron los años, pero Pedrarias no cambió. El mismo que mandó degollar a Balboa en 1519, llegó a Nicaragua con nuevos títulos y más poder en 1526. La Corona, en su habitual miopía, le había confiado más tierras, más soldados, más capacidad de juicio. Y él haría uso de todo eso una vez más, para imponer su mano dura.
La sombra de la catalepsia
Se dice que Pedrarias sufría de catalepsia, un trastorno que provoca que el cuerpo quede rígido y sin movimiento, como si estuviera muerto. Tan grave era su temor a

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la muerte que, cuando viajó desde España a América, lo hizo acompañado de su ataúd, preparado para el peor de los destinos.
Este ataúd lo acompañó durante todo su tiempo en Nicaragua, como un recordatorio constante de su mortalidad y de la sombra que él mismo había sembrado con sus acciones.

Hernández de Córdoba: el nuevo Balboa

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Francisco Hernández de Córdoba había sido nombrado adelantado y comendador de la región. Había fundado León y Granada, ciudades que aún hoy conservan su traza española. Córdoba estaba ganando popularidad, consolidando dominio, organizando encomiendas y recogiendo tributos… y eso, a ojos de Pedrarias, era peligroso.

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Lo acusó de usurpar autoridad y retener oro de la Corona, exactamente el mismo tipo de cargos inventados que usó contra Balboa. Córdoba intentó defenderse, y algunos cronistas aseguran que incluso había enviado cartas a España denunciando los abusos de Pedrarias. Pero fue tarde.
La misma sentencia, el mismo verdugo
Pedrarias no permitió juicio justo. Mandó arrestarlo, juzgarlo sumariamente y ejecutarlo por decapitación en León, en 1526. El pueblo, como en Acla, fue obligado a presenciarlo.
Algunos dicen que, en el momento de la ejecución, Córdoba exclamó que no temía morir, pero sí que su sangre derramada trajera maldición a Nicaragua.
El final del ciclo de sangre
Pedrarias gobernó Nicaragua hasta su muerte en 1531. Se dice que su muerte, lejos de ser una sorpresa, fue la culminación de años de desgaste físico y mental. Finalmente, murió en su cama en León, con su ataúd siempre cerca, como un macabro acompañante que lo había seguido desde el viejo mundo.
La sepultura del verdugo
Cuando años después se encontró la sepultura de Pedrarias, se observó que había sido enterrado a los pies de Francisco Hernández de Córdoba. Muchos interpretan esta disposición como una burla final del pueblo que había oprimido durante tanto tiempo y una forma simbólica de que, incluso en la muerte, Pedrarias quedó sometido al hombre que ejecutó injustamente.

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Su memoria quedó marcada por la sangre de dos hombres cuyo único crimen fue eclipsar su ambición. Sus enemigos lo llamaron "el eterno traidor", "el verdugo de conquistadores". Su legado no fue de grandeza, sino de ambición, celos y represión.

Dos cabezas cortadas, un mismo verdugo
Vasco Núñez de Balboa y Francisco Hernández de Córdoba —dos fundadores, exploradores, visionarios— cayeron ante la misma figura: Pedrarias Dávila, símbolo del poder temeroso, el ego herido y el uso brutal de la autoridad.
Y así como el caballo blanco de Balboa vagó por Acla, algunos dicen que en las noches lluviosas de León se oye un retumbar lejano de cascos y cadenas... como si las culpas de Pedrarias caminaran todavía por los adoquines coloniales.